A Teresa Mendoza.
Llueve. . . llueve. . .
Llueve; y seguirá lloviendo bajo las ramas grises que componen su geografía adusta, su cabello gris poblado de memoria e historia dolida, tremendamente dolorosa,
historia de huesos entrechocados, rotos, repletos de muertos llevados a cuestas sobre el dolor vestido y con forma de chupallita femenina; pero,
nunca existió el cansancio… . . . Nunca, nunca. . .
nunca existió el llanto agrio del miedo, no mientras estuvo bajo la quijada seca del Sol, pisando, enterrando la raíz pueblerina y polvorosa de roble en las llagas de la tierra roñosa que por camino tenía,
camino que también cultivaba, lleno de esparto y espanto,
haciéndolo fértil en cada tranco trágico, arrojando las semillitas a los surcos llagados como quien escupe oro de los dientes pútridos, porque de sus manos caían,
no,
de sus manos nacían la legión de las semillas de los hijos de los hijos de los hijos.
Ser hoja, semilla, fruto;
Ser llaga de ese roble, llegar curtido, partido, tumbado y orillado en medio del cultivo sin tiempo, el cual fue arrojado desconociendo el axioma científico-biológico, nada más que por instinto de hembra y hambre,
instinto terrible de árbol que se sabe tremendo y eterno, siendo resistente a nuestro golpeteo pequeño de susurro y brisa;
Ser pájaro muerto y crepuscular para posarme, asirme de sus ramas, y ahí construir-abolir el tiempo que pasa, irremediable, a la manera de respiración bajo la nada existencial de mis alas; irremediable e inexorable como
el dolor de ser de piedra, roble obscurecido por la universalidad de mi sombra;
Y tu sonrisa, fruto de frutos,
pienso envolverla dentro de mí,
en mi lengua subterráneay así ser raíz de roble, y albergar en él pensamiento, respiración, vértigo y caída. . .
en mi pulso deconstruido con la terrible metafísica del análisis
en mi circular hálito agónico:
Mientras no deje mi puñal de sangrar, escondido bajo mi garganta metálica, seguiré lloviendo
─porque soy quien llueve─colmando los caudales agrietados de sangre y salvia,
magníficamente,
o recién arrancadas las ramas y hojas, un tanto ya, marchitas por el olvido colectivo del recuerdo, como quien arranca de la tierra
las piedras y los hijos, raíces que son arrancadas de la tierra bruta y revuelta como vacas que, aúllan, gimen, aúllan y gimen su permanencia, gimen al
son y danza del viento que sopla mi ala derribada como una torre derruida, como un hormiguero submarino que es un
laberinto que se debe, a oscuras, palpar y recorrer, saboreando las paredes con la lengua gastada, hecha ya agua, humedeciendo lo ya húmedo;
Ser raíz de roble para enterrar los pies en el rostro sucio, marchito, ennegrecido de la tierra, y llagar y repletar de surcos el camino, camino que antes había sido colmado de soledades y ausencias, habitado y deshabitado por el vacío de la ausencia de un Pensamiento campestre,
y ahora se levanta ahí, allí, como un puñado de arenisca irreductible, la semilla del canto humano;
Y se vuelca el canto espectacularmente de cabeza, colocando donde antes estaba el inicio las entrañas desgarradas del aislamiento sonoro; especulo una consciencia, y la sangro, especulando su origen:
¿De la imagen?Ruge el silencio sobre la atmósfera, ensordeciéndola.
¿Del reflejo?
Ruge la obscuridad envolviéndome, deconstruyendo la sombra de mi sombra; y subterránea, se recoge el manto marítimo de los pies bostezando y
abrazando la circunferencia, espectacular y, añosa del roble amado. . .
La lluvia no expirará su canto alado, hoy. . .
─¿Llueves, también, sobre nuestro querido roble de piedra?
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